Testimonios #NiñezReclutada
A sus 12 años de edad, Juan Antonio comenzó a trabajar para una organización delictiva que operaba entre la zona norte y centro del país. En su comunidad, muchos ya lo conocían por su carácter “rebelde”. No era el único, varios de sus amigos también se habían integrado a otras organizaciones criminales de la zona que operaban cerca del Estado de México, Aguascalientes, Zacatecas, Tamaulipas, Durango y Nuevo León. La presencia de bandas y grupos delictivos en el lugar facilitó el vínculo, tanto que podían incluso cambiarse de bando. Sin embargo, la situación trajo como consecuencia el incremento de la violencia por la pugna de territorios, contó el joven, a quien detuvieron en más de una ocasión.
“A mí me gustaba el dinero y el poder, yo quería pertenecer, yo quería estar ahí” , dijo.
Lejos quedaron los sueños de jugar fútbol y otros deportes que lo hicieron una vez entrar a un equipo profesional en la escuela. Cuando estaba cerca de comenzar en la secundaria, Juan Antonio conoció a un amigo que le ofreció marihuana: “Me llamó la atención no sólo probarlo, sino cómo se vendía en mi barrio”.
Y así fue. Su amigo lo llevaría ante su jefe con la oferta de que él también podía ayudar a vender, lo que le facilitó la decisión de abandonar la escuela para dedicarse al negocio de la droga y consumir. Cuenta que cada “sobrecito de drogas” tenía un “costo de 120 pesos”, de los cuales 20 le correspondía a él y ” eso me hacía feliz”.
En los primeros seis meses de vida dentro de la organización, Juan Antonio se dedicó a la venta de droga como “tendero” de un punto de venta que debía cuidar. Luego pasó a ser “halcón” para supervisar las operaciones. Después, recibió adiestramiento formal para convertirse en sicario. Durante meses, lo llevaron a la sierra donde se preparó en el uso de armas. De igual forma, aprendió a defenderse “en una balacera” o “cómo reventar un cantón”. Su grupo estaba compuesto por ocho (8) personas, entre las que se incluían el líder y otros chicos que se adiestraban para “levantar gente”.
Fue una etapa muy violenta para él, un punto de no retorno. El primer homicidio que cometió lo hizo durante su adiestramiento con un infiltrado que les llevó su jefe. Lo usaron como ensayo para aprender a torturar y a descuartizar. A él solo le tocó golpearlo, pero la violencia seguiría escalando.
“Lo que hacía como sicario era ir por personas contrarias y matarlos. Era mi tarea. No solo matarlos, sino descuartizarlos”.
Testimonio
Son tareas impuestas a las que nadie puede negarse y donde tanto niños como adolescentes, deben soportar todas las pruebas que les impongan, sin importar el nivel de crueldad que impliquen.
“Los entrenan para ser insensibles. A perder la empatía, a no sentir ni arrepentirse de nada. Eso marca el momento en que se convierten en máquinas para cometer delitos sin sentir. Y eso es lo más preocupante, porque en esa edad las personas están más abiertas a moldearse. Los están moldeando a ser violentos, a ser crueles”, señaló Marina Flores Camargo, directora del área de monitoreo y evaluación de Reinserta.
Sin embargo, la situación de violencia extrema a la que era sometido comenzó a afectarle emocionalmente. Juan Antonio ya no quería “descuartizar” a sus víctimas; de tal manera que buscó cambiarse de grupo dentro de la propia organización delictiva, en un lugar en el que no tuviera que enfrentar tanta violencia. Y lo logró.
“Alguien de otro grupo me pidió y esa es la condición para cambiarte. Ya no me ponían a matar, sino que solo trasladaba (personas) y así, poco a poco me gané la confianza del comandante”.
El joven también reconoce que hubo períodos de reclutamiento de niños dentro de su comunidad. “Habían vecinos, chavillos, que querían entrar (…) luego regresaban cambiados de la Sierra”. Era como renovar personal, sin importar la edad, recordó.
Y aunque podía consumir marihuana y cocaína relata que en su organización no se les permitía consumir otras drogas que pudieran afectar algunas de las tareas que se les asignaban. De lo contrario, podían ser castigados, ya fuera con tablazos o incluso ser asesinados si cometían un error como consecuencia del consumo.
Juan Antonio, quien usa un seudónimo para proteger su identidad, pasó cinco años dentro de la organización, de los cuales los últimos cuatro fueron dedicados a su labor como sicario y posteriormente, sólo al traslado de personas hasta cumplir los 17 años. En ese tiempo perdió contacto con su familia —su mamá y su abuelita principalmente— a las que les mandaba dinero con frecuencia para ayudarles. Ellas siempre cuidaron de él y aunque en un principio fue hijo único, convivió también con otros parientes (primos, sobrinas y tíos), quienes compartían la misma vivienda con él, menos con su padre, quien siempre se ha mantenido ausente durante toda su vida desde que se fue a Estados Unidos, por eso “nunca lo conocí (…) no puedo perdonarle”. Su madre, por el contrario, se volvería a casar y de esa relación nacerían luego sus dos hermanas.
Pero Juan Antonio creció sintiéndose solo a pesar de que había gente a su alrededor. Su madre, dedicada al comercio informal, trabajaba todo el día, por lo que él quedó a cargo de su “abuelita”, quien siempre lo regañaba “mucho” —recuerda—luego de descubrir que consumía drogas y que se había relacionado con grupos delictivos de su comunidad.
Tras cambiarse a un nuevo grupo dentro de la organización, cuyas actividades eran “menos violentas”, comenzó a vivir en una “casa de seguridad”. Todo parecía marchar “bien” para él hasta que las autoridades allanaron la vivienda que habitaba. En el lugar se encontraban unas personas que habían sido secuestradas, lo que desencadenó en su detención.
Juan Antonio recibió una medida de cinco (5) años por el delito de secuestro en un centro de internamiento para adolescentes. Allí mantuvo contacto con integrantes de la delincuencia organizada, quienes le enviaban droga a través de un tío que lo visitaba para que la vendiera dentro del lugar en donde, además, creó redes vinculadas a la organización a la que él pertenecía. Pero esto en vez de ayudarle, sólo aumentó los castigos y prohibición de visitas que ya experimentaba por las constantes riñas que protagonizaba y que obligaron su peregrinaje, en más de una ocasión, hacia los distintos lugares de detención para jóvenes a los que fue trasladado.
Con el tiempo aprendió que vender drogas dentro del centro le complicaba más su estancia en el lugar, así que se enfocó en cumplir su condena y en terminar incluso la secundaria. Ahora, a la espera de salir en unos meses se pregunta qué hará, una vez que recobre su libertad.
“La gente sabe que cuando estás afuera, te buscan. No puedo prometer que voy a dejar todo a lo que me dedicaba, porque no veo otra opción viable para mí, no hay muchas oportunidades afuera”.
Son muchos los jóvenes que dentro de los centros de reclusión mantienen contacto con las organizaciones delictivas para las que trabajaban antes de su detención. Éstas, a su vez, refuerzan la relación mediante el envío de dinero a sus familias y el pago incluso de abogados para su defensa.
“Lamentablemente sigue siendo la realidad de casi todos los casos. Los jóvenes reclutados en cuanto salen, vuelven porque siguen vinculados o, en la mejor de las situaciones, desaparecen para que no los busquen más”, precisó Traversari, excoordinadora de Investigación para el Desarrollo en Salesianos de Don Bosco.
Estudios realizados por las organizaciones de la sociedad civil, activistas y especialistas en el área de reclutamiento y utilización de niñas, niños y adolescentes que fueron citados para la realización de esta investigación, coinciden en que el período de vida de la niñez y adolescencia que se integran a estos grupos delictivos, es de uno o dos años, pues luego de ingresar a las organizaciones criminales es muy probable que puedan morir en ese tiempo.
Con frecuencia, tanto infancias como jóvenes suelen tener dos destinos: la cárcel o la muerte.