Yo también quiero buscar
Fernando
Una camisa de manga larga que le proteja los brazos. Pantalones gruesos. Un gorro de tela con ala ancha para cubrirse del sol. Buenos tenis, de preferencia botas, y un morral con una linterna y una botella de agua adentro. Es lo que Luis Fernando lleva cuando sale a los cerros a buscar fosas clandestinas.
Tiene diez años, cursa quinto grado de primaria y empezó a hacerlo cuando tenía cinco años, cuando todavía era alumno de kínder. Busca a su tío Tomás Vergara, desaparecido en Huitzuco, Guerrero, en el año 2012.
Fernando era bebé cuando se llevaron a su tío pero creció escuchando de él porque compraba su leche, sus pañales y en su casa no pasan un día sin hablar de Tomy. Noticias, leyes, autoridades incompetentes o un dato que les pasó alguien por Whatsapp diciendo dónde enterraron personas: así es cada día en la casa de los Vergara. Son temas que platican durante las comidas, al levantarse, al irse a dormir. La vida cotidiana de una familia que ha sido golpeada por la ausencia y a eso responden en juntos sin pausa: todos son energía pura.
Mayra, la mamá de Fernando, y su tío Mario son dos buscadores incansables. De los primeros familiares que salieron a los cerros a recuperar cuerpos de personas enterradas de forma ilegal. De los que siguen buscando cada día. Se suman a brigadas nacionales y a grupos pero también se avientan solos a peinar terrenos desconocidos. En su casa, dicen, buscar es algo “natural”. Y un día Fernando pidió ir con ellos.
“Mi tío me invitó y yo sí quise ir. De ahí ya me gustó y seguí yendo.
Porque me entretiene y sé que las personas desaparecidas van a regresar a su casa con sus familiares, sabes que van a regresar con sus familiares.
A mí no me da tristeza.
No es triste porque te diviertes, porque es como una aventura”.
Para Fernando lo realmente triste es no conocer a su tío y ver la tristeza que embarga a su familia. Salir a buscar con ellos, en cambio, lo hace sentirse útil:
Foto: Miguel Tovar
“[Los niños] pueden ayudar porque son más ágiles. Tienen la facilidad de subir un cerro más fácil que los adultos. Y pueden cargar cosas pues pero no tan pesadas, pueden cargar como una pala o un pico, en eso pueden ayudar”.
Fernando se ve más grande de los diez años que tiene. Es alto, corpulento, y se expresa con propiedad. Bastante platicador fuera de entrevista aunque dar testimonio lo pone algo nervioso. Estuvo ansioso desde el día antes, preocupado por preparar sus respuestas, cuenta su mamá.
Le gusta ver televisión con su abuela. Son expertos en películas del pasado como las de Cantinflas y La India María. La escuela le gusta “más o menos”, sus materias favoritas son historia y geografía. Entrena karate todas las tardes. Sale a andar en bici con sus amigos y su juego favorito es el de los toros: un niño carga una carretilla de metal y los demás intentan enlazarlo o al menos esquivarlo.
La pandemia cambió su vida y la de sus amigos, como en todas partes. Fueron tiempos de encierro, soledad, aburrimiento. Fernando extrañaba salir a la calle pero el Covid-19 no es la única razón por la que ha estado encerrado: en Huitzuco muchas veces hay una especie de toque de queda implícito por violencia. Como ahora, cuando realizamos la entrevista, es marzo de 2022 y apenas regresan a clases, estuvieron suspendidas desde noviembre por las balaceras que ocurrían en la vía pública. Cuenta su mamá:
“El 2 de noviembre [de 2021] hubo una balacera muy fuerte. Ya no fue a la escuela. Iban a regresar de la pandemia y ya no regresaron como tres semanas. Después vinieron las vacaciones y apenas acaban de regresar.
La desaparición y la violencia existen, eso es lo que hace más daño. Ahorita que hay balaceras yo le digo ‘no vas a salir porque está feo’. A qué salen los niños a la calle si hay balaceras o un muerto. ‘Ya no vas a salir hasta que esto pase’. Ya que se tranquiliza, empiezan a salir los niños pero sí es más encierro”.
Son tiempos de no salir a jugar. Ni a los mandados, dice Mayra. Desde hace una década, su presente es “vivir con miedo”.
Aunque ha permitido a su hijo ir a búsquedas, admite que le da miedo. Aunque ella es buscadora, no siempre lo lleva. Que su hijo sea buscador le genera contradicciones:
“Para él es lo natural, es como la otra generación ya.
Él lo vivió. Desde que era bebé ha vivido toda la búsqueda. Nunca hemos platicado directo con él sino que lo ha vivido.
Mi otra hermana me dice que no lo deje ir porque es niño. Yo digo que tiene que aprender, tienen que aprender más personas porque ¿cuándo vamos a encontrar si no sabemos?
Sí me da miedo porque le vayan a hacer algo, porque no hay condiciones para buscar, pero también quiero que aprenda porque si no ya nadie va a buscar”.
Su hermano Mario Vergara, tío de Fernando y uno de los iniciadores de ese movimiento en México, piensa parecido:
“Nosotros estamos aprendiendo a buscar. Lo que nosotros hemos aprendido a ellos se lo estamos pasando. Yo digo que los niños serán los grandes buscadores del país, ellos acabarán de desenterrar lo que nosotros no pudimos encontrar porque tienen experiencia de búsqueda, muchísima, y la tecnología en sus manos. Son buenísimos en la tecnología entonces esa combinación de aprendizaje ¡guau! A mí se me hace maravilloso.
Él ya vuela un dron.
Tal vez al rato ya no le guste lo de la búsqueda pero lleva ahí una semillita que puede crecer”.
Foto: Miguel Tovar
Mario y su sobrino Fernando se admiran mutuamente, se miran con devoción y el amor es evidente. En el cerro, el niño alerta cuando ve basura o alguna situación atípica como un lugar sin plantas o el suelo de un color extraño. Ha aprendido a leer la tierra.
Su tío, quien le enseñó a hacerlo, no puede esconder el orgullo al escucharle. Bien, hijito, le dice. Bien, Satur, como le llama de cariño.
Mario Vergara tiene problemas en la espalda por el esfuerzo físico que le han significado estos años. Tenía un negocio, le iba bien, pero lo cerró para dedicarse a buscar a su hermano. Los tiempos de prosperidad quedaron atrás, ahora pelea con autoridades y peina cerros. Habla con dulzura aunque diga cosas tremendas y sonríe siempre con una sonrisa grande grande.
Mayra Vergara es una mujer tímida que se expresa con idéntica dulzura. Tiene 42 años y cuesta platicar con ella porque nunca está quieta. Trabaja todo el día entre su microempresa de reciclaje -que le ha costado mucho esfuerzo-, la venta de artesanías y el cuidado de Fernando. Es mamá soltera.
En la casa de la familia Vergara cada búsqueda puede ser pleito. Porque Mayra evalúa las condiciones de seguridad antes de dar permiso a Fernando para que vaya. Algunas veces le ha dicho que no, entonces él se enoja.
En 2019 Fernando participó de la Brigada Nacional de Búsqueda que se hizo en Iguala. Pasó gran parte de sus vacaciones acompañando a su tío Mario y a las organizaciones y familias. Era más divertido que quedarse en su casa, dice.
Desde los cinco a los diez años, Fernando ha ido al menos nueve veces a búsquedas:
“Hemos ido a un lugar que es como un cerro, está muy grande, son cuatro horas para subir a la punta. Se cree que ahí enterraban a las personas porque hasta arriba había una iglesia y el ejército la fue a quemar. Ya no se ve nada.
También a Los Timbres, a Iguala, a otros cerros”.
Recuerda bastantes detalles de su primera búsqueda, cuando tenía cinco años:
“Era un día como esté, así [soleado y caluroso]. Como yo nunca había subido a un cerro me dio mucho trabajo porque te resbalabas.
Sentía un poco de nervio que me fuera a caer porque eran tiempos de lluvia y la tierra estaba suelta.
Mi tío me dijo que ahí estaba enterrada una persona y la desenterramos y sí estaba ahí.
Por información de las personas lo encontramos. Escarbamos con pala y pico.
Yo nomás sacaba la tierra.
No pensé nada. Solamente pensaba en la persona, que la habían enterrado. Porque estaba amarrada y tenía tres balazos por acá. Cómo la habían torturado estaba pensando.
[¿Qué sentiste?] Pues que una persona va a poder regresar a su casa con sus familiares.
Como que recuerdo esos momentos de mi primera vez que fui porque todavía se me queda grabado.
Lo torturaron muy feo.
Pero ya no me espanto pues así, no me intriga. Cómo le diré…es que la primera vez sí fue difícil porque fue el primer cuerpo que vi pero ya no, ya me acostumbré. Empecé a ver más cuerpos y no hay como la primera vez”.
Foto: Miguel Tovar
Dice que no se le grabó el olor sino la imagen de esa persona torturada, herida por balas, amarrada. Ha visto cadáveres en velorios pero no es igual. Ve a personas muertas en películas pero tampoco es igual, “en las películas no se ven tan feos como son los cuerpos”.
Al hablar de eso, Fernando no parece agobiado. Tampoco lo cuenta con morbo. Dice que al ver a las personas torturadas y enterradas, piensa:
“Que sufrieron mucho. Que hay personas que fueron inocentes y las mataron.
Es injusto porque no debían nada, los mataron.
[A quienes lo hacen] sí se les tiene miedo. Porque ellos tienen la libertad, ellos no tienen reglas, ellos pueden ir a tu casa y te matan”.
Mayra cuenta que vuelve contento y le platica a detalle todo lo que hicieron. Que siente interés, un interés que no cesa sino más bien crece. Dice también que su hijo no le tiene miedo a los huesos, le responde “ya están muertos, me da miedo lo que espanta aquí” (en su pueblo). Que le pide ver las fotos de hallazgos y aunque ella se niega, acaba convenciéndola. Que no deja de pensar en datos, estrategias y puntos, como llaman a lugares de posibles fosas:
“En la noche me dice que ‘en el cerro no se qué’…yo le digo ‘cállate y duérmete ya’.
Luego se pone a platicar, ‘vamos a ir a tal cerro con mi tío, mamá déjame ir’. Le digo ‘cállate y duérmete’ pero por mucho que lo detengo sí se queda pensando. Como que quiere hacer algo. En el camino, en como que va a ser un triunfo encontrar algo”.
Si tiene que describir a Fernando, su mamá lo nombra “noble”. Cuenta que siempre se suma a sus esfuerzos de caridad y debe frenarlo porque él quisiera cambiarles la vida a todos quienes conoce. Es un niño esencialmente solidario. Como ejemplo, algo que pasó pocos días atrás:
“Se fue con los niños y me dijo ‘vamos a cuidar a la señora Mary porque el otro día la asaltaron’. Ella tiene una tienda hasta allá [lejos]. Yo le digo ‘¿qué chingados vas a hacer hasta allá, Fernando?’ Y me dice ‘nos vamos a dar vueltas para cuidar a Mary’. Tiene esa cosa como de defender a los demás”.
Familia Vergara busca a Tomás. Huitzuco, Guerrero, 13 de marzo de 2022. Crédito: Miguel Tovar
Niños que pasan la tarde dando vueltas en sus bicicletas para cuidar a una señora que ha sido asaltada. En Huitzuco, donde ejecuciones, balaceras y desapariciones ocurren en el mercado, la calle y cualquier lugar.
Pero de sus búsquedas y de su tío desaparecido, Fernando no platica con nadie: “No, nadie habla de eso”. No se mencionan esos temas ni siquiera en la escuela. Crece el silencio cuando suman al menos 28 personas desaparecidas en Huitzuco, municipio de cerca de 20 mil habitantes, según los registros oficiales y sin contar los casos no denunciados. Nada se habla ahí donde las balas se escuchan tan seguido que obligan a cerrar las escuelas.
Cuando sea grande, Fernando quiere ser ingeniero en maquinaria pesada “que es como un tipo de mecánico que arregla máquinas grandes” o perito forense: “me gustaría trabajar con personas que sufrieron. Ahí van las personas que mataron y tú tienes que hacer una investigación para saber cómo murieron”.
Valentina
Foto: María José Martínez, REDIM
Es 10 de mayo, Día de las Madres. Una fecha sagrada en México que ha variado un poco su sentido desde el año 2011. Antes todo eran restaurantes llenos, flores y mariachis para festejar. Ahora en ese día también hay marchas en varias ciudades del país, caminatas dolientes de mujeres que llevan los rostros de sus hijas e hijos desaparecidos. Son miles las madres que ya no pueden festejar.
Junto a ellas hay jóvenes y niños. Antes eran pocos, ahora son muchísimos. En los primeros años de esta marcha niños, niñas y adolescentes eran un puñado. En 2022 vemos a decenas o más de cien. Hay carriolas con bebés, otros en brazos; niños de la mano de adultos; muchachas que cargan carteles.
Valentina Gámez tiene el cabello lacio y oscuro debajo de una gorra que la revela fan de los cómics de Marvel. Viste una playera verde, el uniforme de Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos de Coahuila, Fuundec, la organización en la cual participa su abuela Esther Contreras. Vienen desde Torreón y ésta no es su primera marcha: a Valentina la han traído cada año a la protesta del 10 de junio.[1]
“Mi tío es Jesús Antonio Mena. Desapareció el 29 de junio de 2010, ya casi doce años de que…de esta búsqueda, pues. Sí es algo triste venir, hacer esto, ver a mi abuelita…me gustaría que estuviéramos pues así, todos juntos, la verdad”.
Con tonada coahuilense y mucha dulzura responde. A pocos pasos están su abuela Esther, su mamá Mariana y su tía Fátima Alejandra. Son puras mujeres en su grupo familiar que viaja del norte a la capital:
“–¿Cómo te sientes como niña y sobrina de alguien desaparecido?
–No es fácil, la verdad, vivir sabiendo que no estás con tu tío, que me falta una persona. Sí tendré más tíos pero él también es importante para mí y me gustaría tenerlo aquí.
-–¿Venir a las marchas te hace bien o qué te hace?
–Pues no sé si bien o mal pero pues a mí me gusta acompañar a mi abuelita y que no vaya sola porque a veces mi mamá no puede. Pero también se me hace como que algo interesante hasta cierto punto de que… ya no se qué pues, ya me alejo un poquito.
–¿A veces es pesado?
–Sí, a veces sí”.
Foto: María José Martínez, REDIM
A marchas, a reuniones, a pláticas. Valentina acompaña a su abuela Edith en la búsqueda del tío desaparecido pero no habla de eso en otros lugares. No lo cuenta en la escuela, no dice nada ahí. Sólo platica con su mejor amiga, “no es como que un tema que esté diciéndoles a todos”.
A Valentina le gusta pintar y leer. Bailar todo tipo de música con especial interés por el ballet aunque todavía no ha podido tomar clases. También le gusta ir al cine -más que nada a ver películas de superhéroes- y su mamá, Mariana, cuenta que es muy ordenada. En la escuela, dedicada al punto de adelantar tareas para no tener que resolver a último momento.
Come muchas frutas y verduras. Su plato favorito es el picadillo.
Cuando sea grande quisiera ser médica, al menos ese es el plan por ahora.
Lo oscuro, lo gris
Monse y Jade
Monse y Jade buscan a su hermana desaparecida. Ciudad de México, 2022. Crédito: Paula Mónaco
En sus playeras y en un cartel, Monse y Jade llevan la fotografía de su hermana Andrea Michael Dávila Martínez.
Desapareció en Ecatepec el 6 de agosto – 2014 – a sus 15 años
su edad actual 23 años.
Te extrañamos
Eso dice el cartel con retratos de Andrea. Las tres son muy parecidas: cabello negro un poco quebrado, ojos achinados, piel almendrada y mirada algo nostálgica.
Avanzan en medio de la marcha del 10 de mayo, aceptan sin ninguna duda la entrevista. Monse toma la palabra, Jade asiente cada vez que su hermana habla. Dicen que todo se ha vuelto muy difícil desde que Andrea está desaparecida.
“Es un problema muy grande porque nadie ve más allá. La sociedad está acostumbrada a ver un boletín de búsqueda.
Si es un boletín de búsqueda, la gente solamente pasa como ‘es otra persona más’ y lo que uno busca es que haya mayor difusión de su familiar desaparecido porque puede haber alguien que lo haya visto. También está la gente que piensa que uno sólo quiere dinero para su dolor, porque nos ha tocado escuchar críticas de que ‘ay, es que las entrevistaron porque ustedes quieren dinero’. Pero no queremos dinero, no estamos lucrando con nuestro dolor, solamente queremos difusión para nuestro familiar porque no sabemos en qué situación se encuentre, en dónde esté o qué es lo que le están haciendo”.
Incertidumbre que duele, posibilidades que agobian. Así pasan los días de Monse, Jade y su familia.
El 6 de agosto de 2014, después de inscribirse en la preparatoria junto a su mamá, Andrea fue a hacer un mandado. A plena luz del día. A una calle de su casa. Sólo saben que una vecina la vio pasar, después nada más supieron de ella.
Andrea es la hermana mayor, cuando desapareció tenía 15 años. Monse y Jade, que tenían 13 y 3, ahora tienen 20 y 11.
“Tenemos pocos años de diferencia entonces siempre convivimos, siempre estábamos juntas. Y cuando desaparece mi hermana fue como esa parte de ¿y ahora qué hago? Te quitan una parte esencial de ti.
Fue un proceso muy difícil el aceptar la nueva realidad, ver cómo iba yo a continuar con mi vida sin mi hermana. Fue muy difícil porque mi hermana y yo nos apoyábamos en cualquier aspecto, de que si yo estaba ocupada ella me hacía el favor de ir por mis cosas o así. Yo tuve que hacerme más independiente porque dije ‘ya nadie me puede apoyar en esa parte’.
Fue algo difícil porque mi mamá también estaba ausente. Fue esa parte en que, llamémoslo así, llega la oscuridad y dices ¿qué hago? Te sientes…yo por mi parte me sentí muy sola”.
Llegó la oscuridad, así lo nombra Monse.
En la ausencia de su hermana mayor. En su propia tristeza. En la casa vacía porque sus padres salieron a buscarla.
“Mi hermana [Jade] cuando desapareció Andrea tenía tres años. Para mi hermana y para mí, para las dos fue muy difícil en el ámbito de que mis papás tenían que estar ausentes, dedicarse a la búsqueda, ir a muchas asociaciones, a hospitales, a centros. Entonces por esa parte como…fue más el abandono por parte de nuestros padres pero se entiende, están buscando a nuestra hermana. Se siente un vacío muy grande en tu familia.
Y cuando desaparece un integrante de tu familia se queda ese vacío, esa ausencia, esa tristeza”.
Una casa llena de ausencias.
Y miedo. Porque tener a una hermana desaparecida implica miedo de ser la próxima pero además ser mujer en México es vivir en riesgo de ser una de las diez asesinadas cada día, y más difícil aún ser adolescente en el Estado de México donde desapariciones, feminicidios y violencias son certezas cotidianas.
A Monse le tocó transitar su adolescencia en medio de ese tiempo oscuro, como le llama.
Sus padres comenzaron a pelearse, luego se divorciaron. Se disolvió la familia, dice. Perdieron la alegría y todo fue oscuridad, tristeza, miedo.
“Con mi hermana salíamos juntas, íbamos a cualquier lado juntas y estábamos felices. Cuando pasó lo de mi hermana fue como que mi mamá ya siempre estaba conmigo, siempre iba conmigo y yo me sentía frustrada, porque siempre estaba sobre mí. Y yo decía ‘es que quiero mi espacio’.
Fue difícil para mi mamá aprender a soltarme, que yo tenía que aprender a andar sola.
Mi hermana desapareció dos semanas después de su fiesta de 15 años por eso mi mamá tenía mucho miedo y cuando yo cumplí los 15 años a mi no me hicieron fiesta, por miedo me la pospusieron pero yo sí quería. A mi no me pudieron hacer fiesta.
Cuando fue lo de mi hermana sí fue un miedo muy grande porque ya no sabías cómo salir o no sabías si tú serías la próxima. No sabías ni en quién confiar. Yo tenía mucho miedo porque persona que veía que pasaba me daba miedo, decía ‘qué tal si me puede hacer algo’. Fue un proceso muy difícil volver a confiar, salir a las calles. Para mi fue muy insegura la calle sabiendo que fue en una calle de atrás en la que desapareció mi hermana. Fue muy difícil volver a confiar en la gente, en la calle, en ti misma.
Fue un proceso muy difícil y actualmente sé que existen peligros pero ya no tengo miedo de salir. Me he apoyado en varias personas y me refugié, afortunadamente, en el feminismo”.
Habla con fuerza. No esquiva nombrar lo que siente, sus dolores, sus heridas. Pero tampoco se queda ahí: lleva la conversación a lo social, a las demás, pone en contexto.
Cuenta que busca a su hermana con difusión en redes sociales, cree que es la forma más efectiva de lanzar botellas al mar. Participa. Hace videos que sube a TikTok y también contenidos para Facebook. Colabora con el colectivo del cual forma parte su mamá, Red de Madres Buscando a sus Hijos.[2]
Monse tiene el cabello corto sujeto con dos pinzas doradas a los costados y un piercing de bolita sobre su ceja izquierda. Lleva una mochila negra, pegados una bandera de arcoiris, pines y otros detalles de una identidad inconfundible: es una morra feminista.
Muchas niñas, niños y adolescentes están transitando hoy esos tiempos oscuros de los que habla Monse. A muchos les ha tocado la desaparición de una hermana, un papá, una tía, un amigo. Ese dolor que les golpea pero también les relega. ¿A cuántos? Difícil saberlo, no tenemos datos. Pero basta con sumar sus datos con las personas adultas desaparecidas y multiplicar. Son cientos de miles.
Después del caso Ayotzinapa, la desaparición de 43 estudiantes normalistas (2014), un grupo de psicólogos sociales y expertos estudió los efectos psicosociales que el hecho provocó. En el informe final, titulado Yo sólo esperaba que amaneciera, hay un apartado enfocado en infancias. Detallan los “impactos traumáticos de la pérdida y de los cambios en la familia, incluyendo la pérdida ambigua y los cambios en la dinámica familiar alrededor de la búsqueda de los estudiantes desaparecidos”. El grupo multidisciplinario coordinado por Ximena Antillón realizó entrevistas como también sesiones de juego, dibujos, pláticas y otras técnicas de abordaje. Algo de lo hallado:
“Las madres, padres y familiares relataron que han observado cambios en el comportamiento de los niños y niñas, baja en el rendimiento escolar, cambios repentinos en el estado de ánimo, irritabilidad y problemas de concentración. Los niños y niñas se muestran preocupados o inquietos, intentan no causar problemas a sus familiares, no disfrutan las actividades que antes les gustaban, lloran cuando hablan de sus familiares desaparecidos, sueñan que regresan y al mismo tiempo se vuelven a ir, presentan ambivalencia entre querer saber y no sobre lo que pasa con sus familiares desaparecidos, y preocupación por sus familiares que se encargan de la búsqueda”.[3]
Un dato importante: los impactos traumáticos no alcanzan sólo a hijos e hijas de los desaparecidos de Ayotzinapa, también a sobrinas y hermanos menores: a toda su familia y dentro de ella en particular a las infancias.
La comisionada nacional Karla Quintana recorre el país entre búsquedas y reuniones con familiares de personas desaparecidas. En su trabajo atestigua lo que hay detrás del esfuerzo de esas madres y padres con pico y pala, está cerca de la vida cotidiana, las tensiones, el dolor de diversas formas. Refiere a muchas situaciones parecidas a la de Monse y Jade:
“He escuchado madres muy dolidas de los reclamos de los hijos adolescentes que se les abandona, que prefieren al hijo desaparecido. Me acuerdo mucho de algo que me impactó, fue una señora diciendo que regresaba a tal hora de las búsquedas y un día tardó dos o tres horas más y cuando llegó la niña se había rasurado las cejas y se había quitado las pestañas. Estaba en shock pensando ‘me voy a quedar sola’.
Otra vez me tocó una señora buscando a su hija desaparecida como de veinte años la chava y el muchachito de dieciséis, que la estaba esperando [la acompañaba]. Le decía ‘oye, vente, ya vámonos mamá’ y la mamá le decía ‘espérate, espérate’, estamos hablando de tu hermano . Y en algún momento, en frente de mí, el muchacho se le acercó y le dijo ‘¿Qué, tengo que estar desaparecido para que me hagas caso?’”.
La desaparición es una catarata que arrasa con todo, rompe todo.
Quintana recuerda otra búsqueda donde escuchó a una mujer dando instrucciones por teléfono. La tarea, la comida, no se olviden del dibujo. Escuchó también una voz de niño y preguntó. La mujer, quien en terreno buscaba fosas con la esperanza de encontrar el cuerpo de su hijo mayor de diecisiete años, hablaba con sus dos hijos menores. Estaban solos en la casa y la niña de diez años cuidaba del pequeño, de tres.
Estaban solos, cuidándose. Porque ese día la mujer no consiguió ayuda de nadie, no hubo sistema ni red de cuidados que la pudieran socorrer y no había manera de estar para sus tres hijos.
¿Por qué las madres buscadoras tienen que resolver, andar tan solas ellas y sus hijes? ¿Por qué no hemos sido capaces de ver esa catarata de ausencias que desata la desaparición de una persona?
“[Es un tema] el círculo de cuidado de las señoras. Entre ellas se apoyan para cuidar a los niños. Como muchas de ellas no pueden salir porque son cuidadoras primarias entonces se hacen cargo de otros niños mientras las otras pueden salir a buscar. Creo que desde nosotros no hay un análisis al respecto, hay que reconocerlo. Y es un punto que toca observar”.
Niñas, niños y adolescentes participan en la protesta en el día de las madres. Ciudad de México, 2022. Crédito: María José Martínez, REDIM
Lo dice la psicóloga Edith Escareño y apunta que toca cuidar también a las cuidadoras:
“Preguntarles qué necesitan, que nos acerquemos para preguntar. Porque esa transmisión está atorada. Y que las instituciones funcionaran. Porque los diagnósticos ahí están. La última capacitación de la Comisión Ejecutiva Federal de Atención a Víctimas, que ya tiene algunos años, fue espeluznante. Por la concepción que tienen de las infancias como desprovistas de problemas y preocupaciones. Necesitamos no asistencialismo sino acompañar de manera efectiva. Dotar a las instituciones de atención a víctimas, de recursos humanos, financieros, para que realicen el trabajo.
También hay que hacer un llamado social, ¿cómo colectivizamos el cuidado de las infancias? Porque se quedan solos”.
E incluso cómo hacemos para respaldar a aquellas “expulsadas del significante” de su propia maternidad, como describía la psicóloga y activista argentina Laura Bonaparte, una de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo, mujer a quien le desaparecieron a tres de sus cuatro hijos:
“Sé que cuesta mucho escucharlo pero no hay madre si no viven más el hijo o la hija. Es el/la hijo/a quien significa a la madre. La madre cuyos hijos desaparecieron se encuentra expulsada del significante. Se vuelve el espectro de lo que ha sido. Se la llama “madre del desaparecido” en un lenguaje que la nombra al mismo tiempo que la despoja. Un lenguaje que borra lo que fue y la nombra por lo que ya no es. Es el motivo por el cual hablo de la crueldad que esos canallas han incrustado hasta en el lenguaje”.[4]
En su trabajo como psicóloga, Escareño seguido participa de talleres y encuentros con familiares. Recuerda algunos encuentros virtuales recientes tanto con hijas e hijos como con madres que son cuidadoras-buscadoras, en los cuales intentaron hacerlos platicar acerca de temores, preocupaciones y las culpas mutuas que les agobian:
“Estuvo un hijo en un taller y ellas decían sentirse mal ‘porque los abandonamos, decidimos ir, pero ¿si no voy yo, quién busca?’. El chico les dijo ‘sí, ustedes no saben, ustedes no nos preguntan, ustedes nos dejan y nosotros tenemos que ir solos con lo que sentimos y pensamos’. [A sus madres, que forman parte de colectivos] les hacía esta observación de ‘ustedes tienen su espacio para llorar y hablar y nosotros no’.
Me impactó que las mamás también decían ‘es que no tenemos espacios para hablar de lo que sentimos en relación a la preocupación de nuestros hijos, estos que están. O nuestros nietos’. Porque todo se va en lo organizativo, que es fundamental, pero realmente no pueden dialogarlo.
Están estas culpas mutuas, tanto de las infancias como de las cuidadoras y cuidadores, de no poder con todo. La precarización, el cambio de roles, mamás que tienen que buscar. Todo eso se va intensificando”.
Foto: María José Martínez, REDIM
Cuidar a niñas y niños de que no sean desaparecidos. Cuidar a niñas cuando ya fueron desaparecidas, ayudar para que puedan volver. Cuidar de adolescentes que están siendo reclutados. Cuidar de todos ellos cuando sus madres y padres faltan porque buscan a alguien. Todo eso nos falta.
También pensar que madres y padres necesitan de nuestros cuidados para poder salir a buscar.
Y en un país con más de 100 mil personas desaparecidas, con un Estado que ha sido desaparecedor, toca crear esas redes. Tender cuerdas y asegurarlas entre nosotros, sociedad. De otra manera seguiremos siendo lo que permite esto: cataratas de dolor y destrucción que se multiplican en cada hogar de México.
Cuidar, un verbo importante hoy. Tal vez también en él hay otra puerta de salida.
Sebastián
Sebastián entre fosas y restos humanos en la VI Bridaga Nacional de Búsqueda. Crédito: Miguel Tovar
Sebastián está parado junto al hueco. Observa el trabajo de la retroexcavadora, esa máquina que en muchos lugares se usa para construir caminos o casas y en México se ha transformado en instrumento para sacar cuerpos enterrados, escondidos.
Otros van y vienen pero Sebastián no se aleja. Está tan atento que parece no sentir el sol implacable de octubre en Cuautla, estado de Morelos. Se cubre los brazos con camiseta blanca de manga larga y la cabeza con un sombrero de tela con ala ancha, pantalón de mezclilla grueso y botas. Viste lo que se ha vuelto uniforme de quienes buscan fosas clandestinas.
Sebastián tiene 14 años, vive en Puebla y es la primera vez que participa en una exhumación. Con su mamá llegó a la VI Brigada Nacional de Búsqueda, esfuerzo conjunto de familias y organizaciones por entrar a terrenos peligrosos a los cuales no pueden ir solos, únicamente en bola. Él se ve concentrado, no devela su sentir. En cambio su mamá, María Luisa Núñez Barojas, se ve contenta.
A María Luisa le alegra lo que su hijo acaba de decirle: “¡mamá, mamá! ¿te das cuenta? ¡Encontré! ¡Ayudé a encontrar a un desaparecido!, ¿te das cuenta? Tal vez no es mi hermano pero es el hijo de alguien más, el hermano de alguien más. ¿Te das cuenta, mamá? Mi vida es útil, soy útil”. Para María Luisa en ese instante preciso Sebastián recuperó su esencia, algo de sí que había perdido.
Le alegra también que por fin su hijo la entiende. Hoy no la cuestiona, no le dice que el desaparecido es su favorito ni la culpa por abandonarlo muchos días buscando a su hermano mayor.
Frente a esta fosa de Cuautla, en octubre de 2021, la relación de Sebastián y su mamá se reconstruye un poquito.
Foto: Miguel Tovar
“Me gusta el fútbol, me gusta el básquetbol, y aquí en mi casa cuando tengo tiempo libre o estoy solo me pongo a ver mi teléfono. Veo algunas cosas que me dejan con duda en la escuela o me pongo a ver videos que me dan risa o youtubers.
A veces me pongo a ver videos, no sé, por ejemplo ahorita de lo de Ucrania, de todo eso me pongo a ver videos, de lo que pasa. También me pongo a ver videos que dan risa.
[En la escuela] voy justo de notas. Sufro más en inglés y física. En español siempre soy el primero, en matemáticas me gusta, aprendo. Y en historia, son mis tres favoritas.
Me gustaría entrar a la Marina.
Siempre me gustó, desde pequeño me gustaba el ejército, la policía.
La Marina son los que más entrenamiento tienen y yo nada más quiero eso para defender a mi familia. Antes de que pasara lo de mi hermano, me gustaba porque quería defender a la gente, a la gente inocente que no pudiera defenderse por sí sola. Ahorita con lo de mi hermano, para evitar que pasen más cosas así”.
Sebastián habla con tal ecuanimidad y certeza que intimidan. Se expresa con precisión, ideas bien hiladas pero además busca ir más allá de la pregunta: a lo que subyace, a temas complejos de los que no rehúye, más bien los aborda incluso con un tono provocador. Por ejemplo cuando responde a una pregunta que parece simple, ¿con quién hablas?:
“Pues pareciera que estoy loco pero hablo solo. Solo. Cuando estoy solo porque mi mamá sale a trabajar, cuando estaba solo por lo de Juan [su hermano], mi mamá se iba entonces hasta cierto punto me abandonó ella. Pero yo entendía, yo entendía.
Ahora sí me doy cuenta que mi mamá ya no me conoce, no me conoce en realidad. No sabe lo que me gusta, no sabe ni a qué equipo de fútbol le voy. No sabe casi nada de mi. Ella dice que no me gusta platicar pero es porque a mi mamá se le hacen mis cosas absurdas, mis decisiones absurdas, y es lo que más me dolía. Ante lo de mi hermano a veces yo hacía algunas cosas que eran absurdas para ella pero para mi tenían algún sentido. Para ella no, entonces dije mejor no le cuento”.
Sebastián parece enojado y dolido de múltiples formas. Por la desaparición de su hermano Juan de Dios, como también por todo lo que empezó a ser su vida desde entonces. Porque en la urgencia de buscar al hijo desaparecido sus padres perdieron noción de los días, no pararon ni a comer ni a descansar. Y dejaron de ver que Sebastián y su otro hermano, David, estaban ahí. Los encargaron con sus abuelos en su pueblo natal, una comunidad rural de Puebla que tiene el infortunio de quedar atrapada en lo que hoy se conoce como zona huachicolera.
Y aunque Sebastián adora a sus abuelos y un primo con quienes empezó a convivir, igual se sintió solo. Recuerda el día en que su hermano no regresó, los días de incertidumbre y el golpe que sintió cuando asumieron que estaba desaparecido. Así describe esos tiempos:
“Es como si el mundo, para mi familia, se volviera gris”.
“–Mientras tu hermano estaba desaparecido, ¿era gris siempre o podía haber momentos de alegría? No sé, los cumpleaños, la navidad, las fiestas. ¿Hubo momentos que se olvidaban que faltaba tu hermano o no podían olvidarse, cómo estuvo?– se le pregunta.
–No, no. No se podía olvidar nunca, nunca, nunca. Y nunca se va a olvidar. Eran momentos felices que atrás de todos esos colores estaba un fondo gris, un fondo negro, porque algunas sonrisas, más que nada mías, eran falsas. Tiene mucho tiempo que no me río de verdad, más de un año que no me río de verdad. Y pues, yo finjo risas aunque mi mamá, aunque parezca que son muy reales por dentro estoy serio. Es como si yo no tuviera alma.
Por fuera sonrío mucho, soy muy bromista, pero es para mantenerlos aún porque ahora mi mamá se volvió más fuerte, todos se vuelven más fuertes, pero siempre hay que estar preocupados para cualquier otra ocasión. Tal vez no sea eso [más desaparecidos] pero la muerte de alguien cercano y entonces hay que estar preparado. ¿No? Por si todo se derrumba, ser como el último pilar y sostener a toda la familia, ¿No?”
Sebastián con la foto de su hermano Juan de Dios. Puebla, 18 de marzo de 2022. Crédito: Miguel Tovar
Sebastián, a sus 8-10 años, sintió que debía ser el pilar de la familia. Le iba mal en la escuela, sacaba malas calificaciones porque no se podía concentrar y lo bulleaban por su tono de piel, pero prefería guardarse todo, no decir. Ni contar a sus maestros ni a sus compañeros ni a su familia. Levantó muros de silencio.
Sintió que su deber era aguantar. No llorar. Sostenerse a sí mismo como forma de cuidar a sus padres.
“Los primeros años me di cuenta que si yo me rompía ella [su mamá] se iba a romper más. Mi hermano también lo demostraba mucho. Entonces no soy mucho a demostrar. No sé si crean que no me duele, sí me duele pero más que nada lo hago para resistir. Porque luego veo a mi mamá llorar y aguanto yo porque si yo me rompo nadie más la va a poder consolar.
Yo en las noches nomás me quedaba. A veces lloraba hasta dormir, el primer año fue así. Después dije no, [no puedo llorar] porque si yo me rompía mi mamá se iba a romper, mi papá se iba a romper, mi hermano se iba a romper, mi abuelita, todos todos. Entonces decidí fortalecerme, prepararme, prepararme para saber que si estaba muerto ya o si lo íbamos a encontrar ya estaba preparado”.
Mucho cabe en su “prepararse”. Primero el aguantar el dolor porque no tenía certeza de que su hermano Juan estuviera muerto: sostenerse como estrategia de sobrevivencia. Después sobre-exponerse a lo más cruel: ver películas y series, buscar imágenes censuradas y narcovideos con relatos de deshumanización y torturas. Así los destinos que podría haber tenido su hermano se multiplicaban: que hubiera sido reclutado a fuerzas por algún cártel, que hubiera perdido la memoria, que le hubieran hecho las cosas horribles que veía en los videos, que fuera un vagabundo, que hubiera tenido deudas y no se acercara por miedo a que alguien cobrara revancha con su familia.
Sebastián, que entonces era un niño de 8 años, no podía dejar de pensar:
“Sí fue muy pesado.
Fueron muy duros esos años porque en realidad ni yo sabía, hasta cierto punto yo mismo me engañaba porque mi mente ya decía, mi subconsciente me decía ‘está muerto, no puede tardar tanto tiempo’. Pero después de que se creara el colectivo [La voz de los desaparecidos de Puebla] y escuchar que otros esperaban siete años y los encontraban yo decía sí, sí puede estar vivo.
Ahorita ya se me ha quitado ese peso.
Por saber que volvió. No volvió como queríamos, no volvió completo, no volvió su alma ni su sonrisa…pero volvió él.
Sí me hubiera gustado que volviera vivo. A todo el mundo, bueno, a toda mi familia, pero es mejor así porque ya se me quitó esa duda de dónde está, cómo está, por qué, por qué él. Todas estas dudas estaban en mi mente, no me dejaban dormir. Se me quitaron pues ahora se que hay un lugar donde visitarlo, donde ir a platicarle, donde puedo ir a llevar a su hijo a que lo salude, a hablar con él”.
El cuerpo de Juan de Dios fue encontrado e identificado en febrero de 2022. Ha pasado justo un mes cuando Sebastián platica con nosotros. Él y su familia están tratando de asimilar lo ocurrido, definir cómo quieren seguir a partir de ahora y reconstruir sus vínculos. La certeza del destino final de Juan de Dios les da una suerte de descanso más ahora se encuentran frente a frente con muchos reclamos entre ellos. Una familia socavada por cuatro años y diez meses de incertidumbre, dolor, búsqueda desesperada.
María Luisa, su mamá, siente mucho remordimiento por los años pasados. Un hoyo que empezó el 28 de abril de 2017, el día en que su hijo Juan de Dios no regresó.
Retrato de Fernando durante la VI Brigada Nacional de Búsqueda realizada en Morelos en 2021. Crédito: archivo familia Marañón Núñez
“Yo salí a buscarlo con mi papá y ni volteé a ver a Sebastián y a David. Nos fuimos muy temprano sin siquiera desayunar, sin siquiera decirles ‘luego vengo’ o explicarles que su hermano no había llegado.
Ese primer día llegué muy tarde a casa, ya para anochecer. No recuerdo que los haya visto a ellos, no me acuerdo. Al otro día tampoco. No volví a hablar con ellos, no les dije lo que estaba ocurriendo, que estábamos preocupados, ya no los vi.
No me acuerdo si comían, yo me iba sin desayunar.
Yo me enfoco a buscarlo como loca, desesperada, y me olvido de ellos. Nunca pensé, nunca me detuve a pensar en lo que ellos estaban pensando, en lo que ellos estaban sintiendo ni mucho menos lo que estaban sufriendo, cómo les estaba afectando la situación.
Para ellos como niños no tan sólo desaparece su hermano, también desaparece su mamá. Yo dejé de ponerles atención, dejé de darles de comer. Ellos dejaron de ir a la escuela, no me acuerdo de cuánto tiempo transcurrió.
La desaparición de un hijo se vuelve como el centro de la vida y a los que quedan sin querer los desaparecemos nosotros mismos.
No supe cómo encontrar un equilibrio entre buscar a uno sin descuidar u olvidarme de los otros”.
María Luisa es frontal al extremo, un carácter que su hijo Sebastián heredó. Es abogada, igual que su esposo Hugo Marañón, y ambos trabajaban como litigantes. Peleaban en tribunales hasta que Juan de Dios desapareció: todo se desplomó entonces.
La suya es la historia de miles de familias. Ya no pudieron regresar a trabajar por no tener el ánimo ni la concentración; gastaron todo ahorro y más; empezaron a pelearse, a tener problemas de pareja. Pero lo que más duele es recordar que se rompió la comunicación. Sin novedades se acabaron las palabras, ya no había nada por decir.
“Solo tengo una imagen de mi mamá sentada en los escalones y nosotros llegamos. Yo llegaba con la esperanza de que me dijeran ‘¡ya está aquí, ya llegó!’ y ella nos esperaba con la esperanza de que nosotros llegáramos con la noticia ‘¡ya lo encontramos, viene con nosotros!’ Mi mamá nada más se me quedaba viendo y yo a ella.
Pues no hablábamos, no hablábamos. Yo ya no sabía qué decirle a mis papás, no sabía qué platicar con mi esposo, no sabía qué decirles a mis hijos. No hablábamos”.
Hugo Marañón, tímido y muy reflexivo, dice que “el silencio pesa”. Así recuerda el inicio un bucle de casi cinco años:
“Fueron días muy complicados y realmente no encontrábamos las palabras adecuadas para poder explicar a ellos. En ningún momento se me ocurrió decirles o explicarles algo que yo tampoco entendía.
El problema principal es la desaparición pero las consecuencias son diversas. El sentimiento de todos cambia, la forma de ver la vida cambia, y la relación entre los familiares cambia.
La parte que cuesta trabajo es volver a vivir, volver a sentir, volver a reír y que no tengas que pensar que estás faltándole el respeto [al ausente].
Mi preocupación más grande hasta cierto punto es que a mis hijos a la larga esto los afecte en su vida personal, en su vida de pareja cuando tengan su pareja y con sus hijos.
Me gustaría que esto no los afectara más y que aprendieran a reír, ser felices”.
Sebastián es esbelto, de cuerpo atlético y mirada fuerte, implacable. Un rostro recio que cambia por completo cuando sonríe.
Agarra el celular de su mamá, luego el suyo, para mostrar las muchas maneras en las que buscó a su hermano. Aparecen imágenes de marchas, un plantón con cruces detrás, otra vez que elaboraron muñecas de trapo. Él chiquito con 8 años y él mismo en diversos momentos hasta los 14 que hoy tiene.
Le gustaba acompañar a su mamá, una aguerrida luchadora de la organización La voz de los desaparecidos de Puebla. Pedía ir a búsquedas en terreno, de fosas, pero María Luisa no le daba permiso. Entonces aprovecha para soltar una recomendación a las demás madres:
“No los excluyan, intégrenlos. Desde pequeña edad intégrenlos para que estén preparados porque si los excluyen eso los va a afectar más”.
De hecho, aunque ni Fernando ni las demás niñas, niños y adolescentes que brindan testimonio para esta investigación lo saben, en teoría el artículo 138 de la Ley General en Materia de Desaparición Forzada, determina que en su calidad de “familiares” tienen derecho a:
“ I. Participar dando acompañamiento y ser informados de manera oportuna de aquellas acciones de búsqueda que las autoridades competentes realicen tendientes a la localización de la Persona Desaparecida; II. Proponer diligencias que deban ser llevadas a cabo por la autoridad competente en los programas y acciones de búsqueda, así como brindar opiniones sobre aquellas que las autoridades competentes sugieran o planeen. (…) V. Acceder a las medidas de ayuda, asistencia y atención, particularmente aquellas que faciliten su participación en acciones de búsqueda, incluidas medidas de apoyo psicosocial; VI. Beneficiarse de los programas o acciones de protección que para salvaguarda de su integridad física y emocional emita la Comisión Nacional de Búsqueda o promueva ante autoridad competente”, (entre otros derechos).
Sebastián junto a su mamá, María Luisa, y su papá, Hugo. Puebla, 18 de marzo de 2022. Crédito: Miguel Tovar
Sebastián recuerda su primera experiencia en una fosa, la búsqueda en Cuautla. Dice que no le impresionó tanto porque esperaba hacer más, tener más acción. Pero igual le gustó conocer gente, escuchar sus experiencias, ir a pláticas “de concientización” y aprender “a ponerse en el lugar del otro”.
Cuando su mamá lo invitó a ir dudó en aceptar porque no quería faltar a sus clases virtuales. Al final, aunque había internet nunca se conectó porque prefirió estar en la brigada.
Termina la entrevista y, mientras hablamos con su papá, se escuchan carcajadas de Sebastián y María Luisa. Están en otro cuarto jugando al Uno.
Derecho a buscar
Fernando y Sebastián son dos niños buscadores, de éstos que han ido a campos, han visto fosas, han estado y tal vez seguirán estando en ese lugar. Como Rosa Alexandra Castro, una muchacha de 15 años que es la más joven del grupo Las Rastreadoras de El Fuerte, en Sinaloa. Busca a su padre, Bladimir Castro Flores, desaparecido en 2013. Y también anda por los cerros con pico y pala desde hace varios años.
En entrevista con prensa dice casi las mismas palabras que Fernando, su sentir al encontrar un cuerpo: “Me alegro porque se encontró otro cuerpo de otra persona desaparecida y, pues, al fin ya va a estar con su familia y van a tener un lugar donde llevarle una flor y va a descansar en paz”.[5]
Mario Vergara, buscador y hermano de un desaparecido, dice que “son cientos de niños que ya están saliendo al campo con herramienta rústica a buscar”. Que los ha visto en Tijuana, Mazatlán y los estados de Veracruz y Guerrero.
Foto: Miguel Tovar
“He visto muchos niños en el país arrastrando una pala, preguntando a su mamá si el que está ahí enterrado es su papá. Es horrible esa situación. Mucha gente dice que los niños no deben estar buscando pero es que eso se está viviendo en México: los niños esperan a su papá, saben que su papá no ha llegado y preguntan dónde está. Pues no ha llegado y hay que salir a buscar.
Los niños llevan esa esperanza de que van a encontrar a su papá, esa alegría en el rostro. Ni siquiera conocen el mundo o el país en el que estamos viviendo. Su inocencia tal vez les da otro mundo”.
Hay niñas, niños y adolescentes andando esos caminos complejos. No sabemos cuántos son y, peor aún, les hemos escuchado poco.
A la psicóloga Edith Escareño le preocupan “los discursos de la adultez diciendo: cuando yo me muera te toca buscar” porque la presión puede ser peligrosa. Sin embargo también admite que el fenómeno ya está aquí, ocurre, “y no es necesariamente nocivo. No es malo en tanto se acompañe”.
Andrés Díaz empezó a reflexionar, a partir de lo observado, en alternativas de abordaje para esta realidad de infancias buscadoras:
“La pregunta es qué significa el interés superior del niño o la niña frente al derecho a buscar y ser buscado. Porque no significa necesariamente ir con pico y pala a las brigadas pero cuando el niño o la niña manifieste el derecho a participar, se le debe conceder. No hay un acotamiento o reglamentación, pero debe coexistir con otros derechos. La búsqueda no únicamente se da con pico y pala, también se puede dar en lecturas, expedientes, observaciones. El tema es cómo nos acercamos a que niños y niñas están encabezando las luchas por la búsqueda”.
En el ya citado informe de efectos psicosociales del caso Ayotzinapa, el equipo de expertos explica el efecto que desaparición y espera tienen para niñas, niños y adolescentes:
“Un proceso de duelo complicado, puesto que la ausencia no se puede significar como una pérdida definitiva porque enfrentan la incertidumbre de no saber qué es lo que ocurrió con sus familiares desaparecidos, ni si están vivos o no, pues no hay información que compruebe ninguna de las dos posibilidades. Mientras los adultos se involucran en la búsqueda, los niños y las niñas viven una espera permanente”.[6]
Foto: María José Martínez, REDIM
Una espera que atora, empantana.
De acuerdo a estudios realizados en Argentina con víctimas de las últimas dictaduras militares -que cita el informe Ayotzinapa-, el dilema que enfrentan las infancias está entre quedarse “melancolizados en la pérdida o encontrar una salida a través de darle un sentido a la ausencias”.
Entonces, permitirles ahora buscar como lo están pidiendo (o directamente haciendo) y acompañarles de diversas maneras pueden facilitarles el tránsito en ese tiempo sin tiempo.
No existe todavía una forma: nos toca inventarla.
Hablar y callar
Rubí y Emiliano
Rubí busca a su tía. Ciudad de México, 5 de marzo de 2022. Crédito: Miguel Tovar
Rubí tiene 4 años, está aprendiendo a hablar y desaparecida es una de las primeras palabras que aprendió a decir.
Desaparecida está su tía Claudia Morales desde antes que ella naciera, el 16 de agosto de 2016. Y la mamá de Rubí, Nayeli Téllez Vargas, no deja de buscarla ni un solo día. Marchas, mítines, plantones: a todas partes Rubí va con ella. Como hoy, un soleadísimo día de marzo del 2022 cuando junto a otros activistas participan de la re-inauguración de la Glorieta de las Mujeres que Luchan, en el Paseo de la Reforma de la Ciudad de México.
“–¿Dónde está tu tía?– pregunto a Rubí.
–Yo la quiero. Lejos de la casa. Vive”.
Hasta ahí alcanzan sus palabras, pocas, porque aún es casi bebé. Tiene los ojos negros con forma de almendras. Cabello negro atado en dos chonguitos que parecen antenas redondas. Una playera rosada, una pulserita plateada y con sus manos pequeñas sostiene la foto de su tía Claudia. Mira muy seriamente a la cámara.
Platicando dice que a veces ella está triste y que su mamá también está triste.
“–¿Algo me quieres contar tú?
–De mi mamá.
–¿Qué me quieres contar?
–Mi mamá busca a los desaparecidos.
-Tu mamá busca a los desaparecidos. ¿Y eso a ti te gusta?
–Sí.
–¿Por qué?
–Mi mamá va a encontrarlos”.
Después Rubí corretea alrededor y sin quitarle el ojo de encima, Nayeli dice que su hija aún no habla mucho pero sí canta. Que se sabe completito el himno del colectivo de familiares en el cual ella participa, La voz de los desaparecidos de Puebla. Que lo canta con gusto igual que grita las consignas.
“Ella todo el tiempo está conmigo. Soy madre soltera, vivo sola y pues mi mamá ya está muy grande, no se la puedo dejar.
Ella nació después, ya no la conoció, vaya, pero yo le platico de mi hermana que es su tía. Prácticamente mi hermana era mi mamá porque viví con ella y ella es la que me vio.
[Rubí] no entendía y hablé con ella. Le dije que íbamos a ir [a una protesta] porque estoy buscando a mi hermana que es su tía. A los niños hay que hablarles con la verdad. Le dije que por salirse se la llevaron unos hombres malos, por estar en la calle.
Ella me ha visto llorar, me ve cuando platico con mi hermana, con la foto, y me abraza. Desde ahí siento que la motivo también a ella a formar parte de este dolor, no sé, de seguir la lucha buscando a mi hermana”.
Los ojos de Nayeli, esos que no dejan de ver a Rubí, son igualitos a los de su hija: negrísimos y con forma de almendras. Están muy bien pintados, remarcadas sus cejas. Lleva el cabello recogido con un gran moño verde. Es una mujer que ríe mucho. Se ve fuerte pero también triste, con ese velo que tienen las personas que buscan: algo apagado dentro.
Hablamos sobre la decisión de contar o no contar cuando hay alguien desaparecido, qué decir y qué omitir, si le parece que sea mejor ocultar para proteger.
“Hay que hacerlos entender que para todos lados siempre hay tanto gente buena como gente mala. El que ella no debe de ir o hacerle caso a personas desconocidas. El que ella en algún momento, Dios no lo quiera, pueda estar en peligro y tenga que gritar. Que sepa cuál es el peligro que corre. Como mujer, como niña, va a crecer y todas las mujeres estamos expuestas a este peligro.
Es mi pensar, a lo mejor igual esté mal pero siento que estoy bien hablándole con la verdad.
Siento que no estoy haciendo mal. Al contrario, estoy enseñándole lo que es realmente la vida. ¿Para qué engañarla o disfrazarle lo que no es?
Enseñarle que no todo va a llegar en las manitas o esperar a que alguien haga algo por nosotros, los familiares. Enseñarle que tiene que luchar por lo que quiere. Y yo quiero a mi hermana de regreso y es por lo que estoy luchando”.
Nayeli no opina, habla desde su propia experiencia. Con firmeza pero sin perder la calidez. Y cuando abraza a su hija Rubí, ambas sonríen.
Desde Chihuahua, donde la violencia, asesinatos y desapariciones suman varias décadas, Gabino Gómez dice que hablar o callar puede afectar mucho a las infancias. Que en su trabajo como líder de lucha agraria y después de CEDHEM, de 2005 al presente han visto los diversos efectos:
“Hemos tenido experiencia en dos sentidos. Cuando a las niñas y a los niños se les omite la información de lo que sucedió, se les dice ‘tu padre se fue de viaje, tu padre anda en Estados Unidos, ya se reportará, no se ha podido reportar’, y cuando se les dice lo que realmente sucedió. Son dos actitudes totalmente distintas, lo aprendimos con el acompañamiento psicosocial que se dio a las primeras familias que llegaron con nosotros. Pudimos darle seguimiento a los niños y niñas que asistieron y a los que no. Siempre recuerdo a un joven que se negó a asistir y a otro que fue.
El que sí fue hoy está casado, con familia. Se desarrolló dentro de lo que, entre comillas, podríamos llamar normalidad. Trabaja y tiene a su familia.
El otro, que es también joven, está casado pero tiene graves problemas de adicciones de drogas.
Nos hemos enterado de que cuando se les oculta la verdad ellos ya saben, saben. Ellos terminan por revelar que ya sabían pues porque de muchas maneras hay que se informen, una de ellas son las redes sociales.
Es vital acompañarles para que desde el primer momento estén conscientes del estado, la situación en la que se encuentran inmersos, que son las víctimas”.
Afectaciones, confianza, verdades. Algo que coincide con lo que el Comité contra las Desapariciones Forzadas de las Naciones Unidas (CED) observó y documentó en su recomendación número 87:
“Los impactos transgeneracionales de la desaparición y la situación de los hijos de las personas desaparecidas son particularmente preocupantes. Múltiples testimonios relataron casos de depresión y suicidio. Como comentó una abuela: “mis nietos no logran entender que sus padres fueron desaparecidos. Están convencidos de que los abandonaron. Esto les desespera y ya no son de este mundo […] Mi nieto de 11 años ahora se juntó con la delincuencia organizada. Piensa que allí le darán información sobre sus padres. Estoy desesperada. Los hijos de las personas desaparecidas son los olvidados del sistema”.
Y si las niñas, niños y adolescentes hijos de personas desaparecidas son olvidados, mucho peor todavía es la situación de hermanas, nietos, sobrines de quienes faltan. Para ellos, muchas veces considerados como no-afectados directamente, no existen aún políticas públicas pese a que la Ley General de en Materia de Desaparición Forzada de personas les considera en la categoría “familiares” por consanguinidad o afinidad “en línea ascendente y descendente sin limitación de grado, en línea transversal hasta cuarto grado” (además de cónyuges y concubinos).
Y pese a las leyes, la situación en general es de abandono también por parte de las instituciones que están desbordadas. En 2018 ya un grupo de organizaciones no gubernamentales y colectivos de víctimas denunciaba que “no existe una política de abordaje psicosocial para las familias de víctimas de una desaparición, mucho menos un enfoque específico de trabajo con niñas, niños y adolescentes, a pesar de que así lo establece la Ley General de Víctimas”.[7]
Mientras entrevistamos a Rubí, la niña de 4 años que camina junto a su mamá buscando a su tía, detrás se escucha la voz de Emiliano. Tiene apenas un año más, 5. Corretea alrededor pero no se aleja mucho. Por momentos se sienta al lado, está muy atento a la entrevista de su amiga. Apenas termina la plática con Rubí, él se acerca diciendo Yo, yo quiero. ¿Ya me toca a mi? ¿Me toca?
Emiliano está ansioso por hablar.
Es un niño de piel trigueña, dorada, y ojos marrón-miel. Su cabello es lacio y está perfectamente cortado. Viste camiseta color vino, jeans y botitas. Es travieso, se nota, pero al momento de sentarse a ser entrevistado cambia por completo su gesto. Se vuelve serio, introvertido. Quiere hablar y al mismo tiempo hay algo ahí que no le gusta tanto, una contradicción.
Emiliano habla sosteniendo la fotografía de su papá, Juan de Dios Nuñez. Fue desaparecido en el estado de Puebla cuando Emiliano tenía apenas unos meses. La ausencia se extendió por más de cuatro años y ahora tomó otra forma: el cuerpo de su papá fue hallado y sepultado en febrero de este año. Un par de semanas antes de la entrevista.
Ahora su mirada toma una intensidad difícil de sostener. Es un diálogo de pocas palabras porque tiene cinco años. De su papá cuenta:
“Se lo robaron.
Unos señores malos.
Ya está en el cielo.
Me gusta andar trayendo la foto de mi papá.
Porque me gusta.
Me dicen Juan chiquito”.
Le dicen Juan chiquito porque es muy parecido a su papá, el de la foto. El que no conoció, estuvo desaparecido y ahora está en el cementerio en una tumba que tiene muchas flores. Emiliano le llevó flores y una cerveza.
Dice que el cuerpo de su papá estaba en la fiscalía y que lo encontró su abuelita, María Luisa. Con ella vino a la capital hoy, vinieron a una manifestación. Ella lo cuida dos fines de semana al mes.
“–Ahora que sabes que tu papá ya no está más desaparecido, que falleció, ¿cómo te sientes?
–Bien.
-¿Mejor?
–Sí.
–¿Por qué ya no estás tan triste?
–Porque ya encontré a mi papá”.
Algo se relaja en Emiliano cuando cuenta que su papá ya está en el cementerio. Algo en su mirada se torna más calmo, menos alerta.
Va al kínder. Dice que en la escuela lo que más le gusta es salir a los juegos. Su favorito es el sube y baja.
Silencio, ¿luego?
La psicóloga Edith Escareño recuerda que en las fosas de Tetelcingo, Morelos, las autoridades de la Comisión Estatal de Atención a Víctimas (CEAV) se horrorizaban al ver que los familiares llevaban a sus hijos, a niños. Y apunta:
“¿Por qué les mostramos lo horrible del mundo? Pues por que el mundo está horrible.
El tema es cómo se lo presentamos, que no sea paralizador”.
Es experta en psicología no sólo a nivel teórico, también ha acompañado a muchos familiares de personas desaparecidas y forma parte del Espacio Psicosocial por los Derechos Humanos, un grupo de psicólogos, trabajadores sociales y antropólogos. Desde su trayectoria, Escareño recomienda:
“[Hablar siempre] porque el silencio es más fuerte.
La desaparición en sí es indigerible. No está pero no se murió y si no se murió, ¿dónde puede estar?
Y ante lo indigerible, la información va a ser el vehículo colocando que la responsabilidad de la desaparición no está en la familia.
Dialogar es fundamental para poder hacer algo. Dejarnos tocar por las preguntas de las infancias.
Es muy importante ver que la desaparición es un fantasma que está ahí constantemente.
Es el nuevo coco: que me pierda y no me encuentres, que te vayas y no regreses. Es justo cuando los llevan al psicólogo, tenemos pacientes con pesadillas y mucho miedo a eso”.
Foto: María José Martínez, REDIM
Vemos el rostro palidecido de nuestras hijas cuando no nos encuentran en el parque. Los encontramos llorando bajo la mesa cuando tardamos dos minutos más de lo previsto en regresar. Desde que aprenden a hablar, las infancias mexicanas lloran porque tienen miedo de que alguien desaparezca.
Mucho nos queda tal vez por investigar desde la psicología y la psicología social pero Edith Escareño no tiene dudas en su respuesta a la pregunta de cómo la desaparición ha afectado a niñas, niños y adolescentes de México:
“Fuertemente. Cuando damos consultas privadas nos hablan de que tienen miedo a que sus padres desaparezcan, no regresen. Y cuando vemos ese círculo directo de terror, es brutal.
En estos contextos de continuidad de la guerra tendríamos que poder indagar sobre, por ejemplo, los orígenes de los suicidios y la presión infantiles. La violencia sí está teniendo impactos a distancia, geográfica y en el tiempo”.
Qué hacer con todo eso, la pregunta.
Salir del adultocentrismo, una frase que repetimos mucho. ¿Qué puede significar en este caso y en acciones concretas?
Edith Escareño dice:
“Como sociedad no les habíamos mirado completamente y aparecen estos llamados como las búsquedas que ellos están haciendo. Ya están aquí, ¿qué hacemos?
Lo que podemos es mirar un poco más, más detalladamente.
Debemos combatir el adultocentrismo para poder escuchar y acercarnos. Verlos como sujetos. ellos pueden decidir ir a las búsquedas y convencer a su mamá, ir con los colectivos. Con lo que saben, también pueden ayudar a las infancias”.
Hay mucho silencio alrededor de niñas, niños y adolescentes.
Fernando, Sebastián, Valentina, Monse y Jade dicen que prácticamente no hablan de las desapariciones que viven, sufren, arrastran. Si acaso con su familia, dentro de casa, pero nunca con los vecinos ni los amigos (sólo con alguna mejor amiga o mejor amigo).
Tampoco en la escuela se habla. No les han dado clases ni talleres que aborden violencias actuales como las desapariciones. No se habla eso que todos viven y saben, del elefante dentro del cuarto.
Por medio de la Plataforma Nacional de Transparencia preguntamos a la Secretaría de Educación Pública si existe alguna materia, seminario, taller o contenido al respecto.
En oficio número DGANCLyT/UT/62397/2022 y tras consultar con sus diversas dependencias, la SEP respondió que:
- A nivel preescolar “en el plan y programa de estudios vigente, no existe ningún contenido relacionado al tema de desaparición de personas”.
- A nivel primario es la asignatura Formación Cívica y Ética:“en los programas de educación básica, en específico en educación primaria, se promueve en sentido propositivo, tal y como lo establece el artículo tercero constitucional la cultura de paz que es opuesta a todo tipo de violencia”. Por lo cual argumenta se fomenta que niños y adolescentes “se reconozcan como sujetos de derecho” y “participen en la promoción de una cultura de paz”. Y aunque derechos humanos y derecho a ser protegidos de cualquier forma de maltrato abuso o explotación aparecen mencionados en cuarto, quinto y sexto grado, no se menciona nunca la palabra desparecidos o desaparición, sólo el contenido “violencia y abuso sexual”. La asignatura Historia para cuarto grado, en cambio, aparece la propuesta de que docentes aborden “¿Cómo se vive la violencia en nuestro país actualmente? ¿Cuáles son sus causas?”
- A nivel secundario “en el plan y programa de estudios vigente, no existe ningún contenido relacionado al tema de desaparición de personas”.
- A nivel medio superior “no existe ninguna materia, seminario, plática o contenido donde se provea información o estadísticas o detalles acerca de la desaparición de personas”. Aunque en documento adjunto se reporta que durante el ciclo escolar 2021-2022, del 1 al 4 y del 21 al 25 de febrero de este año, se abordó el tema “desaparición de personas” en el sistema híbrido, como parte de una campaña extracurricular (Memorándum 220(02)035/2022).
- A nivel bachillerato “no se localizó expresión documental con las características señaladas”.
Resulta evidente que no existe una propuesta integral de abordaje de la desaparición de personas en las escuelas de México, donde sumamos más de 100 mil desaparecidos y alrededor de 8 niñas, niños y adolescentes desaparecen cada día.
Ningún contenido -ninguno- en los planes de estudio obligatorios del nivel secundario y medio superior, etapa en la cual las y los adolescentes mexicanos son víctimas de desaparición y en general son más vulnerables, de acuerdo a lo que las estadísticas demuestran.
Nada se habla en un país con 36 millones 518 mil 712 alumnos en escuelas, entre públicas y privadas, según datos oficiales (SEP, 2020). Son más de 36 millones de oportunidades perdidas. Más de 36 millones de posibilidades de sensibilizar, acompañar, cuidar y prevenir.
Pero nada se dice. En este tema, las escuelas mexicanas son silencio.
Tras su visita a México, el Comité contra la Desaparición Forzada de Naciones Unidas, refirió a las infancias en dos de sus 117 recomendaciones:
54. Además, el Estado parte debe implementar de forma urgente una amplia
campaña nacional de información y sensibilización, que llegue a todos los sectores de la
población y, entre otros objetivos, contrarreste la estigmatización a la que se enfrentan
diariamente las víctimas.
55. La campaña debe difundir ampliamente, incluso en las escuelas y medios de
comunicación de mayor uso, mensajes claros y accesibles sobre las desapariciones, los
mecanismos para atenderlas, sus resultados y retos.[8]
Foto: María José Martínez, REDIM
A Valentina, la niña de diez años que busca a su tío en Coahuila, le parecería bueno que hablaran estos temas en la escuela:
“Yo creo que sí porque pues, es un tema importante. Pues todo esto de la desaparición y así para tener cuidado con todo”.
Sebastián, el niño-adolescente que guardó todo su sentir y decidió sostener a su familia durante casi cinco años, tampoco habló en la escuela de la desaparición de su hermano Juan de Dios. Primero dice no tener una opinión sobre abrir espacios de diálogo en salones de estudio. Luego cambia un poquito:
“Pues sí, más que nada en la secundaria porque la primaria lo tomarían a burla.
Sí estaría bien pero tocarlo con cierta gente, con niños o alumnos que sepas que son maduros y lo van a tomar bien porque los demás aún veo son muy infantiles. A lo mejor hay que esperar a que maduren un poco más. Yo por la situación tuve que madurar muy rápido.
[Algunos] son muy infantiles aún. Eso de [la guerra en] Ucrania hablan y se ríen sin saber que la gente está muriendo, miles de niños sin padres, niños muertos. Nada más piensan en lo que ven en internet, memes, videos, pero no saben. Si supieran el tema de fondo tal vez no se reirían pero también les quitarías un poco de infancia porque para ellos es reírse de todo. Y es lo bueno, hasta cierto punto, de la secundaria. Ahí no te importa nada”.
La psicóloga Edith Escareño dice que:
“La SEP que es también un ente importante en tanto estas infancias van a escuelas, ¿cómo se capacita para acompañar a estos niños, niñas y adolescentes y a estas familias? No se requiere un trato especial sino la comprensión de lo que está ocurriendo.
Hay que buscar que sean temas de los que se hablen. Un poco como se ha tratado el abuso sexual.
Crear espacios seguros en los que los niños pudieran decir lo que está ocurriendo. Y también en ciertas geografías considerar el temor que viven los profesores.
Hablar parece un paso indispensable para tratar de salir de este presente oscuro y gris, como le llaman Monse y Sebastián, dos de los niños protagonistas de esta investigación. Hablar porque si el tema desaparecidos se sigue viviendo como ajeno, de otras personas, ayuda a justificar violencias.
Como que les pasa a otros y cada foto es un desaparecido más, ya no importa, ejemplifica Monse mientras busca a su hermana en ese mundo indiferente de nombres que ya no leemos y caras que no recordamos.
Les borramos al no mirar.
Cuando empezó la escritura de este ensayo, México llegó a la cifra de 100,000 personas desaparecidas. Un par de semanas después el registro contaba 100,515 de las cuales 16,589 son niños, niñas y adolescentes. Elles faltan, ¿cuántos otros están sumergidos en dolor, ausencia y soledad? ¿Cómo devolverles desde este oscuro presente a un mundo más feliz?
Para salir harán falta puertas. Buscarlas. Encontrarlas. Y si no existen, fabricarlas.
Foto: María José Martínez, REDIM
[1] Mónaco, P. 12 de mayo de 2016. Madres de desaparecidos claman justicia en México. El Telégrafo, Ecuador. https://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/mundo/8/madres-de-desaparecidos-claman-justicia-en-mexico
[2] Red de Madres Buscando A Sus Hijos, Estado de México. https://www.facebook.com/RedDeMadresBuscandoASusHijos
[3] Antillón Najlis, X., Cortez Corona, O., Escareño Granados, E., González Marín A., Mora Bayo, M., Díaz Taboada, J.R., Ríos Cortázar, V., Tolentino Mayo, M.L., Gómez Melgarejo, R.A., Nava Lozano, G., Ruiz Tovar, A., Landaverde Martínez, A. 2018. Yo sólo quería que amaneciera.
Impactos Psicosociales del Caso Ayotzinapa. Fundar, Centro de Análisis e Investigación A.C. https://fundar.org.mx/mexico/pdf/InformeAyotziFin.pdf
[4] Mary, C. 2010. Laura Bonaparte. Una Madre de Plaza de Mayo contra el olvido. Marea Editorial.
[5] Bautista, A. 16 de febrero de 2022. Rastrea a su papá desde niña. El Heraldo de México.
[6] Antillón Najlis, X., Cortez Corona, O., Escareño Granados, E., González Marín A., Mora Bayo, M., Díaz Taboada, J.R., Ríos Cortázar, V., Tolentino Mayo, M.L., Gómez Melgarejo, R.A., Nava Lozano, G., Ruiz Tovar, A., Landaverde Martínez, A. 2018. Yo sólo quería que amaneciera.
Impactos Psicosociales del Caso Ayotzinapa. Fundar, Centro de Análisis e Investigación A.C. https://fundar.org.mx/mexico/pdf/InformeAyotziFin.pdf
[7] CEDEHM, Centro de Derechos Humanos de las Mujeres A.C; CEPAD, Centro de Justicia para la Paz y el Desarrollo A.C.; Centro Diocesano para los Derechos Humanos Fray Juan de Larios A.C.; CADHAC, Ciudadanos en Apoyo a los Derechos Humanos A.C., CMDPDH, Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos A.C., FUNDENL, Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Nuevo León, Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho A.C., REDIM, Red por los Derechos de la Infancia en México. 2018. Este sexenio tiene los más altos índices de desaparición de niños, niñas y adolescentes; México sin políticas públicas eficaces para asistir a esta población. https://cmdpdh.org/2018/04/este-sexenio-tiene-los-mas-altos-indices-de-desaparicion-de-ninos-ninas-y-adolescentes-mexico-sin-politicas-publicas-eficaces-para-asistir-a-esta-poblacion/
[8] ONU, Comité contra la Desaparición Forzada, Informe del Comité contra la Desaparición Forzada sobre su visita a México al amparo del artículo 33 de la Convención. https://hchr.org.mx/wp/wp-content/uploads/2022/04/Informe-de-visita-a-MX-del-Comite-contra-la-Desaparicion-Forzada-abril-2022.pdf